miércoles, 20 de diciembre de 2017

VIDA DE SAN JOSÉ ( V ) PENAS Y CONSUELOS DE SAN JOSÉ EN BELÉN

       

          La Piedad Católica ha dedicado tradicionalmente el día MIÉRCOLES a rezar mediante la intercesión del GLORIOSO SAN JOSÉ. Por eso, todos los miércoles que sea posible -si no hay otra conmemoración más importante- procuraremos compartir breves extractos del libro "VIDA DE SAN JOSÉ", del Padre Francisco de Paula García, de la Compañía de Jesús.

           Procuremos no perder nuestras raíces cristianas, las mismas que un día hicieron grande nuestra Patria,  y continuemos al tiempo con aquéllas sencillas pero didácticas devociones de nuestros mayores; sólo abrazando con fuerza y sin respetos humanos la Fe de siempre, podremos seguir siendo fieles a la genuina Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo.






     El empadronamiento general decretado por César Augusto obligó a la Virgen y a San José a dejar su casita de Nazaret. Había resuelto dicho emperador que, para formar el censo de los habitantes de sus dilatados dominios, se presentaran todos sus vasallos en el pueblo o lugar de su orígen para inscribir sus nombres en la lista de empadronamiento; y como la Virgen y San José eran oriundos de Belén, como descendientes de David, a este último punto tuvieron que trasladarse, emprendiendo para ello un largo y penoso viaje.

     Cumpliendo el objeto de éste, trataron los santos cónyuges de buscar albergue para pasar la noche. Tenían en Belén muchos deudos, algunos bien acomodados, y a sus casas fue San José suplicando les dieran asilo; pero halló todas las puertas cerradas, sin que uno quisiera recibirles. Viéndole tan pobre, todos le rechazaron, tal vez en forma descomedida, y esto anegó en amargura el ánimo del Santo Patriarca, más que por el desamparo en que se veía, por el desprecio y desamparo en que contemplaba a su Celestial Esposa. Y como la noche se les venía encima, y el tiempo era áspero y frío, corrió en busca de una posada, pero tampoco halló ninguna donde poder guarecerse.

     Cerca del muro de la ciudad, hay una cueva oscura, que como dice San Jerónimo, era un lugar como público y acogimiento común, donde acostumbraban a recogerse los pobres peregrinos y los pastores. Aquí se encontraron los santos viajeros, determinados a poner allí su morada, íntimamente persuadidos de que todo aquello se gobernaba por disposición de Dios, en cuya Voluntad y Providencia estaban de todo y en todo resignados.

     Tal vez, después de reparadas su fuerzas con frugal alimento, que llevarían prevenido, se acomodaron buenamente como pudieron; y estando San José, o absorto en la oración, o retirado de la cueva, o preso de dulce sueño, sintió María, no los dolores del parto como las demás mujeres, sino con trasportes de alegría los prenuncios de la hora felicísima; y haciendo templo magnífico del estado humilde, disponiéndose para recibir en Sus brazos al Rey Eterno más decentemente que en el rico lecho de Salomón, quedó arrebatada con la fuerza de contemplación altísima.

     En esta coyuntura vino al mundo el Deseado de las naciones, saliendo del claustro virginal de María Nuestra Señora como un rayo refulgente de luz sale de cristal clarísimo, como salió el mismo Salvador del sepulcro, sin abrir ni quebrantar la puerta en virtud del don de sutileza.

     De muchos bellísimos y sublimes arranques de entusiasmo hicieron demostración santos escritores al publicar el regocijo y consuelo que experimentó la Virgen Santísima al adorar a Jesús recién nacido; mas, ¿qué diremos nosotros al apuntar el placer y alegría que inundó el alma de San José en descubriendo al Niño Dios reclinado en el pesebre?. Dice San Juan Crisóstomo: "En viendo San José al Redentor ya nacido, sentía que su corazón le saltaba de júbilo y no le cabía en el pecho". ¡Cuántas ideas se agolparían en su mente con la contemplación de tan sublime espectáculo!.

     El aspecto del Niño Dios le hechizaba y suspendía; más al verlo sobre frías pajas en vil pesebre, temblando de frío y soltando de sus ojos alguna lagrimilla, sentía su alma herida de pesar y amargura.

     ¿Y qué diremos de los afectos que inundaron el corazón de San José al contemplar al recién nacido adorado primero por los ángeles, y seguidamente por los pastores, congregados por San Gabriel?. ¿Y qué de la piadosa visita de los Magos, que, guiados por la estrella milagrosa, penetraron en la santa cueva, y sin curarse de la pobreza del lugar, postráronse ante Jesús Nuestro Señor, le adoraron y le ofrecieron oro, incienso y mirra como a Dios, como Rey y como hombre?.


(Continuará...) 



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