La Santa Misa… es fecundísima fuente de santificación y de gracias siempre renovadas; por ella puede ser realidad en nosotros, cada día, la súplica de Nuestro Señor: “Yo les he dado de la gloria que Tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros, yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me has enviado y amándoles a ellos como a mí me amaste” (Evangelio de San Juan, cap. 17, vers. 22-23)
El espíritu del mal nada teme tanto como una Misa, sobre todo cuando es celebrada con gran fervor y cuando muchos se unen a ella con Espíritu de Fe. Cuando el enemigo del bien choca con un obstáculo insuperable, es que en una iglesia, un Sacerdote, consciente de su propia debilidad y de su pobreza, ha ofrecido la Omnipotente Hostia y la Sangre Redentora.
Hay que recordar el caso de Santos que, asistiendo a Misa, en el momento de la elevación del cáliz, han visto desbordarse la Preciosa Sangre y deslizarse por los brazos del Sacerdote, y los Ángeles venir a recogerla en copas de oro para llevarla a aquellos que tienen mayor necesidad de participar en el Misterio de la Redención.
No puede, pues, darse en la tierra un culto más grande, más santo, más litúrgico, en el que mejor se practiquen para con Cristo -oculto bajo las especies sacramentales-, las virtudes de Fe, de Esperanza, de Caridad, de Religión, de humildad, y los dones correlativos del Espíritu Santo, todos los cuales constituyen la perfección sacerdotal.
Padre Reginald Garrigou Lagrange O.P.
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