“Miro ahora a todos los que viven en el mundo por ver
si hay quien se compadezca de Mí y medite en Mi Dolor;
mas hallo poquísimos que piensen en Mi tribulación
y duélete de que sean pocos los amigos de Dios”
Laméntase Jesús, por boca de Salmista, que estando para morir en la Cruz buscaba quien le consolase y no lo halló. Esperé, dice, que alguno se condoliese de mí, más nadie lo hizo (1). En las agonías de la Cruz, Jesús era maldecido y blasfemado por judíos y romanos. Junto a la Cruz de Cristo estaba también María, que, de haber podido, le hubiera proporcionado algún alivio; pero el dolor de esta afligida y amorosa Madre contribuía a aumentar las penas del Hijo, que tanto la amaba. De modo que, como dice San Bernardo, "las penas de María, al desbordar de Su Corazón, iban a inundar de amargura el Corazón de Jesús" (2) de tal manera, que el Redentor, al contemplar a María tan angustiada, sería atravesada Su Alma más por los dolores que padecía Su Madre que por los Suyos propios. Por esto dice San Bernardo "Oh Buen Jesús, grandes dolores padecéis en el cuerpo; pero los padecéis mayores en el Corazón, espejo de angustias de Vuestra Madre (3)
¡Qué amarguras debieron inundar los amantes Corazones de Jesús y de María cuando Jesús, antes de expirar, tuvo que despedirse de Su Madre! He aquí las últimas palabras de despedida que Jesús dirigió a María: "Mujer, ahí tienes a Tu hijo"; y le señaló a Juan para que le recibiese en Su lugar por hijo.
¡Oh Reina de los Dolores! las recomendaciones de un hijo moribundo a quien ama entrañablemente se tienen en tan grande estima, que jamás se caen de la memoria de una madre. Acordaos pues, que Vuestro Hijo, que tanto os amaba, os dejó por hijo, en la persona de Juan, a este pobre pecador que yace postrado a vuestros pies. Por el amor que tenéis a Jesús, compadeceos de mí. Yo no os pido bienes de la tierra; pues al ver a Vuestro Hijo que muere por mí agobiado de dolores, al veros a Vos, Santísima Madre mía, que por mí sobrelleváis tantos trabajos; al considerar que por mis pecados merecía estar sepultado en el infierno, y que, esto no obstante, nada he padecido por Vuestro amor, quiero sufrir por Vos algún trabajo antes de morir.
Esta gracia os pido diciéndoos con San Buenaventura "¡Oh Señora!, si os he ofendido, herid mi corazón en justo castigo de mi culpa; y si os he amado, os pido en justa recompensa que hiráis mi corazón".
Alcanzadme, oh María, grande devoción y continuo recuerdo de la Pasión de Vuestro Hijo. Y por las angustias que padecisteis al verlo expirar en la Cruz, alcanzadme una buena muerte. Asistidme, Reina mía, en aquel angustioso trance y concededme la gracia de morir amando y pronunciando los Santísimos Nombres de Jesús y de María.
NOTAS ACLARATORIAS
1- Salmo 68, vers. 21
2- Il Martirio del Cuore di Maria. Siniscalchi
3- Vida de Jesucristo, por Ludolfo de Sajonia
¿CÓMO PODEMOS CONSOLAR A NUESTRA SEÑORA?
Muy fácil: basta con tomar apenas diez minutos cada día. Leer y meditar de en uno en uno los Siete Dolores de la Virgen Santa, desde la Profecía del anciano Simeón hasta aquél momento de dolor inenarrable como fue el de Nuestra Señora cuando vio a s Hijo muerto, colocado en el sepulcro. Creo que por mucho que meditemos, jamás lograremos adentrarnos por completo en el drama de la María Santísima.
Si a la meditación de los Siete Dolores, le añadimos la recitación lenta de un Avemaría después del enunciado de cada uno de Sus Dolores, tengamos por seguro que estamos ofreciendo una óptima reparación a la que es Medianera de todas las gracias entre Dios y los hombres.
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