"Nos autem gloriari opórtet
in Cruce Dómini nostri Iesu Christi"
"Debemos gloriarnos
en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo"
San Pablo a los Gálatas, cap. 6, vers. 14
El Rey de Persia, Cosroe, declara la guerra al Imperio Romano de Oriente ( Imperio Bizantino con sede en Constantinopla ) en el año 604. El Senado de la ciudad nombra Emperador a Heraclio, que de entrada busca la paz con los enemigos. Así, el general Ramiozán, de las huestes del rey persa, se apodera de la Ciudad Santa, Jerusalén, comete el sacrilegio de destruir el Santo Sepulcro y roba impunemente el trozo de la Verdadera Cruz de Nuestro Señor que Santa Elena había guardado en un relicario de plata.
De los testimonios de aquél sacrílego acto de tomar Jerusalén, se dice que "De los prisioneros cristianos que quedaron en poder de los vencedores, unos fueron entregados al furor de los judíos, que los sacrificaron cruelmente, y otros fueron conducidos a Persia en unión del botín y de la Santa Reliquia. Entre los prisioneros se halaba el Patriarca de Jerusalén, Zacarías."
La noticia conmociona a la Cristiandad, que rápidamente crea un ejército -a modo de Cruzada- para liberar a los hermanos cautivos, al Patriarca y sobre todo, la Sagrada Reliquia de la Cruz de Nuestro Señor. El valiente y creyente ejército se adentró en Persia, tomando las ciudades de Gauzak (donde los persas tenían un templo dedicado al sol ), Derkeveh, Urma, Saro...
El mismo Emperador Heraclio cruza las filas de sus tropas crucifijo en mano, prometiendo a los soldados la victoria sobre los enemigos de Dios y de la Iglesia Católica; promesa que Dios tuvo a bien cumplir, ya que la derrota persa fue completa. Incluso los aliados del rey persa asesinaron a éste, que se negaba a negociar la paz, y pusieron a su hijo en su lugar, el cual capituló y devolvió las ciudades tomadas antes de la guerra, así como liberó a los cristianos cautivos y devolvió la Sagrada Reliquia de la Cruz.
Cuando el Emperador Heraclio regresó a Constantinopla con la Santa Cruz, la ciudad la recibió con un júbilo sin parangón. De esa alegría sin par que llenó el alma de miles y miles de cristianos que adoraron la Preciosa Reliquia, quedó establecida la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz.
A pesar de lo mucho que había costado recuperarla, Heraclio quiso devolverla a Jerusalén y lo quiso hacer él mismo. Así, otra vez en la Ciudad Santa, decidió cargarla personalmente hasta el Monte Calvario y claro está, para ceremonia tan importante, quiso lucir sus mejores galas. Sin embargo, cuando se disponía a ascender camino del monte donde Nuestro Señor fue crucificado, sus pies quedaron inmóviles, siéndole imposible dar un paso.
El Patriarca, le recordó entonces que Cristo había subido al Calvario pobre, con apenas unos harapos y escarnecido por sus enemigos. El Emperador entendió y sin vacilar, se desprendió de sus galas y su corona, cargó de nuevo con la Santa Cruz y esta vez sí pudo ascender hasta llegar al lugar bendito de la Redención, donde el Patriarca de Jerusalén impartió la bendición la Sagrada Reliquia de la Cruz.
Con el tiempo, la Santa Cruz sería dividida para poder así ser repartida por todo el orbe católico; algunas veces en pequeñas astillas (reliquias mínimas); en otras ocasiones los trozos serían más grandes, para ir colocados en bellos relicarios o en la cruz pectoral de algún piadoso Obispo. Por último, existen reliquias notables, de tamaño considerable, algunas se veneran en Roma pero la reliquia insigne, el trozo más grande de la Santa Cruz de Nuestro Señor se venera en España, en Cantabria.
Fue Santo Toribio de Astorga, el que estando en Jerusalén custodiando las reliquias de Jesucristo, obtuvo permiso del Papa de la época para trasladar el brazo izquierdo de la Cruz de Cristo hasta Astorga. Esta reliquia así como sus restos, una vez muerto, eran de enorme valor para la Cristiandad. Es por ello que todo se trasladó hasta Liébana ante el inminente avance de la invasión de los musulmanes, donde en la actualidad se sigue venerando por parte de los fieles que allí acuden en peregrinación.
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