lunes, 15 de abril de 2024

AMOR DE DIOS REGADO CON DOLOR MÍO, por el Padre Valentín de San José, Carmelita Descalzo de Las Batuecas, capítulo VI, punto 34-36



               Los escritores espirituales de los tiempos que nos precedieron resaltaban en sus reflexiones la grandeza del beneficio que Dios nos había hecho dándonos y conservándonos el ser que tenemos, por el cual deberíamos darle inmensas gracias. Hoy esta reflexión ni convence ni impresiona. Las muchas lágrimas, las desazones e inseguridades que nos oprimen, anublan los ojos y no dejan ver el beneficio cuando la Fe y la esperanza no iluminan la belleza del premio del Cielo. Lo que alegra la voluntad y la llena de gozo es saber que Dios me ha criado para la felicidad eterna del Cielo. Mi espíritu salta de contento pensando que veré a Dios y estaré y seré feliz con Su misma felicidad y viviendo en Él Su misma Vida, y la viviré y gozaré eternamente. Y tanta será mi felicidad cuantos sean los méritos que yo acumule. La tierra para mí es sólo lugar de paso, una mala noche en una mala posada, y el tiempo de sembrar lo que he de recoger en el Cielo. 

               Son muchos los trabajos, los sufrimientos y dolores de esta vida para ser apetecida si no está transformada por la esperanza del Cielo. Ya San Pablo hacía esta reflexión: los Cristianos, si sólo tenemos esperanza en Cristo mientras dura nuestra vida, somos los más desdichados de todos los hombres (Cor 15, 19), viviendo la vida de sacrificio que abrazamos. Loco y fuera de toda cordura es abrazar el sacrificio por el sacrificio. Eso está contra la naturaleza humana, que ha sido creada para la felicidad. Se abraza el dolor por una razón más alta y sobrenatural. Se abraza para merecer el Cielo y porque es semilla que producirá dicha eterna. Sin la esperanza del Cielo el hombre sería más desdichado que los animales. El pájaro y el cordero saltan contentos; la abeja vuela de flor en flor libando mieles sin pensar en la muerte ni en el dolor futuro. 

               El hombre vive el dolor del cuerpo y el más penoso aún del espíritu, y hasta el posible dolor futuro. Pero me has prometido, Dios mío, la felicidad del Cielo después de pasar por la muerte y eres mi Padre, y eres la Verdad y no me engañas. Estoy en la tierra para sembrar durante estos pocos días de vida la semilla de dicha perenne que recogeré en el Cielo. Y la semilla es Amor de Dios regado con dolor mío, vivificado por la gracia en la esperanza. No se siembra para tirar, sino para recoger multiplicada la semilla y transformada en Felicidad del Cielo. Y serán bienaventurados los que lloran y sufren para el Cielo. San Pablo también me dejó escrito: Lo que se siembre, eso se recogerá; el que siembra para el espíritu, del espíritu recogerá Vida Eterna (Gal 6, 8), y según sea la siembra será la recolección (Cor 9, 6). La tierra es valle de esperanza de Cielo. No esperaré en las criaturas, pero espero en el Criador. Viviré en el Criador, mi Dios, y viviré Su misma Vida y Su misma Felicidad.

               Los Santos fueron sabiamente avariciosos en sembrar buenas obras y están en el Cielo recogiendo ya dicha y recogerán delicia sin fin y sin interrupción. Sembraron para el Cielo. Con ellos debo hacerme esta reflexión: Un momento es el sufrir y eterno será el gozar. Con la gracia de Dios, que nunca les faltó, sufrieron los mártires sus tormentos tan terribles, que sin la especial gracia serían insufribles; pero veo a San Lorenzo saltar del fuego de las parrillas a las delicias del Cielo, y del fuego lento en que son quemados, atados a un madero, los mártires del Japón, son trasladados a los resplandores de los ángeles gloriosos. Condenan a la jovencita Alodia a la muerte que acaban de dar a su hermana Nunilona y, al extender ella gozosa su cabeza para que se la corten, la oigo decir: Espera un momento, hermana, para entrar juntas en el Cielo (1). 

               Durísimas penitencias hicieron muchos confesores, y apenas fallecido se aparece glorioso San Pedro de Alcántara a Santa Teresa de Jesús y le dice: Bienaventurada penitencia que tanto premio había merecido (2). No le pesaba lo que había sufrido, sino que le alegraba y no se le acabará el gozar. Por la penitencia que abrazaron San Antonio y San Hilarión y Santa Taus y tantos otros millones de Santos y almas ofrecidas en silencio y sacrificio a Dios y por las terribles penitencias que practicaban, disfrutan ahora, y disfrutarán ya para siempre, de la compañía de Dios y de la de los Ángeles y Bienaventurados del Cielo, y están en continuos, insospechables y eternos goces. Viven ya en el para siempre gozar y para siempre estar en la exaltación de la sabiduría, de la alegría, de la jubilosa delicia de Dios. Porque no son de comparar los sufrimientos o penas de la vida presente con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18).

               Y Jesucristo, como buen Capitán que va a la cabeza de los Suyos, abrazó los terribles dolores y menosprecios de Su Pasión y ganó para siempre ser el Rey inmortal del Universo y de todas las criaturas por todos los siglos. Porque breve es el penar y eterno será el gozar, según nos enseña la Fe y la esperanza. Todo el que siembre en virtud, en amor de Dios, en sacrificio y oración, recogerá cien doblado y vida y felicidad eterna en proporción de sus obras y de su amor y entrega a Dios. No una felicidad como podemos soñarla ni aun desearla mientras vivimos ahora en la tierra, sino una felicidad sobrenatural como las facultades del hombre no pueden comprender ni imaginar. 

               Seremos felices con la  felicidad del mismo Dios. Nos lo ha prometido Él. Nos ha criado para la dicha. Viviremos en Dios la Vida gloriosa de Dios. Eso es el Cielo. ¡Oh grandeza y hermosura tan insoñable!. La felicidad está en el Cielo y después del paso de la muerte. La muerte es arco triunfal para entrar en el Cielo (3). 

               El Cielo es nuestro dichoso y último fin. Sembramos para recoger. Sembremos en espíritu para recoger vida eterna. Hemos sido criados para el Cielo pasando muy rápidamente desde las sombras de la tierra al sol indeficiente de la dicha, de la delicia y del gozo. Dios nos ha criado para la Felicidad del Cielo y exige que nosotros mismos, con Su gracia, sembremos la semilla de las virtudes y bien obrar y deseemos y procuremos y le pidamos el Cielo, la felicidad, la dicha cumplida. Alentadora es la frase de Fray Luis de Granada: No da Dios deseos a los suyos para atormentarlos, sino para cumplirlos y disponerlos para otros mayores (4). Y Santa Teresa se solazaba mirando al Cielo y diciendo: Con sólo mirar al Cielo recoge el alma (5).


NOTAS

1) Isabel Flores de Lemus: Año Cristiano Ibero Americano, 22, X. 
2) Santa Teresa de Jesús, Vida, 27, 19.
3) Un Carmelita Descalzo: Alegría de morir, caps. II. 4. 
4) Fray Luis de Granada: Tratado VII del Amor de Dios, cap. I, prf. II. 
5) Santa Teresa de Jesús: Vida, 38, 6.





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