Yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y Éste crucificado.
Y me presenté a vosotros en debilidad, temor y mucho temblor; mi palabra y mi predicación no fue en discursos de sabiduría, sino en manifestación de Espíritu y de poder, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el Poder de Dios.
Hablamos, sin embargo, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, abocados a la destrucción; sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria; que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo; pues si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.'
Pero, según escrito está: “Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman.”
Pues Dios nos la ha revelado por su Espíritu, que el espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios.
¿Pues qué hombre conoce lo que en el hombre hay, sino el espíritu del hombre, que en él está? Así también las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios.
Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido.
De éstos hablamos, y no con estudiadas palabras de humana sabiduría, sino con palabras aprendidas del Espíritu, adaptando a los espirituales las cosas espirituales.
Pero el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente.
Al contrario, el espiritual juzga de todo, pero a él nadie puede juzgarle.
Porque “¿quién conoció la mente del Señor para poder enseñarle?” Mas nosotros tenemos el pensamiento de Cristo.
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