Hay momentos, Madre mía, en que mi alma se siente, en lo que tiene de más profundo, tocada por una saudade indecible. Tengo saudades de la época en que yo os amaba, y Vos me amabais, en la atmósfera primaveral de mi vida espiritual. Tengo saudades de Vos, Señora, y del paraíso que ponía en mí la gran comunicación que tenía con Vos.
¿No tenéis también Vos, Señora, saudades de ese tiempo? ¿No tenéis saudades de la bondad que había en aquél hijo que fui?
Venid, pues, ¡oh la mejor de todas las madres!, y por amor a lo que florecía en mí, restauradme: recomponed en mí el amor a Vos, y haced de mí la plena realización de aquel hijo sin mancha que yo habría sido, si no fuese tanta miseria.
Dadme, ¡oh Madre!, un corazón arrepentido y humillado, y haced brillar nuevamente ante mis ojos aquello que, por el esplendor de vuestra gracia, yo comenzara a amar tanto y tanto...
Acordaos, Señora, de este David y de toda la dulzura que en él poníais. Así sea.
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