Sus padres eran unos campesinos sumamente pobres que ni siquiera pudieron enviar a su hijo a la escuela. Pero en casa le enseñaron a tener temor a ofender a Dios y gran amor de caridad hacia el prójimo y un enorme aprecio por la oración y por la Santa Misa y la Comunión.
Huérfano y solo en el mundo cuando llegó a la edad de diez años Isidro se empleó como peón de campo, ayudando en la agricultura a Don Juan de Vargas un dueño de una finca, cerca de Madrid. Allí pasó muchos años de su existencia labrando las tierras, cultivando y cosechando.
Se casó con una sencilla campesina que también llegó a ser canonizada: Santa María de la Cabeza (no porque ese fuera su apellido, sino porque su cabeza es sacada en procesión en rogativas, cuando pasan muchos meses sin llover).
Los mahometanos se apoderaron de Madrid y de sus alrededores y los buenos católicos tuvieron que salir huyendo. Isidro fue uno de los inmigrantes y sufrió por un buen tiempo lo que es irse a vivir donde nadie lo conoce a uno y donde es muy difícil conseguir empleo y confianza de las gentes. Pero sabía aquello que Dios ha prometido varias veces en la Biblia: "Yo nunca te abandonaré", y confió en Dios y fue ayudado por Dios.
Lo que ganaba como jornalero, Isidro lo distribuía en tres partes: una para el templo, otra para los pobres y otra para su familia (él, su esposa y su hijito). Y hasta para las avecillas tenía sus apartados. En pleno invierno cuando el suelo se cubría de nieve, Isidro esparcía granos de trigo por el camino para que las avecillas tuvieran con que alimentarse. Un día lo invitaron a un gran almuerzo. El se llevó a varios mendigos a que almorzaran también. El invitador le dijo disgustado que solamente le podía dar almuerzo a él y no para los otros. Isidro repartió su almuerzo entre los mendigos y alcanzó para todos y sobró.
Volvió después a Madrid y se alquiló como obrero en una finca, pero los otros peones, llenos de envidia lo acusaron ante el dueño de que trabajaba menos que los demás por dedicarse a rezar y a ir al templo. El dueño le puso entonces como tarea a cada obrero cultivar una parcela de tierra. Y la de Isidro produjo el doble que las de los demás, porque Nuestro Señor le recompensaba su piedad y su generosidad.
En el año 1130 sintiendo que iba a morir hizo humilde confesión de sus pecados y recomendando a sus familiares y amigos que tuvieran mucho amor a Dios y mucha caridad con el prójimo, murió santamente. A los 43 años de haber sido sepultado en 1163 sacaron del sepulcro su cadáver y estaba incorrupto, como si estuviera recién muerto. Las gentes consideraron esto como un milagro.
La emperatriz Isabel, mujer de Carlos I, ordenó levantar la primitiva ermita del Santo en 1528 como agradecimiento por la mejoría en la salud del emperador su esposo y de su hijo, futuro Felipe II, que sanaron tras beber agua de la fuente de San Isidro.
También sabemos que el Rey Felipe III se hallaba gravísimamente enfermo y desahuciado por los médicos cuando decidieron sacar las reliquias de San Isidro del templo a donde habían llevado el cuerpo del Santo cuando lo trasladaron del cementerio. Y tan pronto como los restos salieron del templo, al Rey se le fue la fiebre y al llegar junto a él los restos del santo se le fue por completo la enfermedad. A causa de esto el Rey intercedió ante el Sumo Pontífice para que declarara Santo al humilde labrador, y por este y otros muchos milagros, el Papa lo canonizó en el año 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Francisco Javier y San Felipe Neri.
En Abril de 1936, varios meses antes del comienzo de Cruzada de liberación nacional, por temor a los incendios de iglesias que se habían venido produciendo desde el inicio de la Segunda República, el entonces Obispo de Madrid-Alcalá, Monseñor Leopoldo Eijo y Garay, se reunió con el Cabildo de la Catedral para esconder el cuerpo incorrupto de San Isidro, Patrono de Madrid, y las reliquias de su esposa, Santa María de la Cabeza. Se temía su profanación, en caso de que la catedral de San Isidro fuera el blanco de las iras de las milicias comunistas, como así fue, sin éxito. Nada más comenzar la guerra, un grupo de milicianos recorrió la Catedral destruyendo todo a su paso, en busca de los restos de los santos, pero no lo consiguieron; al final, en su desesperación prendieron fuego al templo, pero parte de la nave de la epístola, en la que estaba el escondite, quedó milagrosamente protegida de las llamas, y con ella los restos de los Patronos de Madrid. Liberada la capital de España por las tropas del Caudillo Franco el mismo Obispo Eijo y Garay quiso recuperar los restos ocultos del Patrón; el Prelado dejó escrito como "el día 30 de Abril, entrábamos en Madrid: derechos nos fuimos a las ruinas de nuestra Catedral. Al ver intacta la débil pared que lo ocultaba, caímos de rodillas y con lágrimas dimos las gracias al Señor, y pedimos, por intercesión del Santo, el eterno descanso para nuestros Mártires, la conversión y el perdón para nuestros enemigos y las gracias necesarias para levantar la arruinada Diócesis".
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