Hemos dicho que la Santa Misa es el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, el cual no se ofrece a los Ángeles ni a los Santos, sino solamente a Dios. Sabéis ya que el Santo Sacrificio de la Misa fue instituido el Jueves Santo, al tomar Jesús el pan y transformarlo en Su Cuerpo y al tornar el vino y convertirlo en Su Sangre. Fue entonces cuando dio a los Apóstoles y a todos sus sucesores el poder de hacer lo mismo; a lo cual llamamos nosotros Sacramento del Orden. La Santa Misa se compendia en las palabras de la Consagración; y sabéis ya que los Ministros de la misma son los Sacerdotes.
En el Santo Sacrificio de la Misa, Jesucristo es el Sumo Sacerdote y el Ministro principal. El Celebrante es verdaderamente Sacerdote y Ministro del Sacrificio. A este fin fue llamado y ordenado; de Jesucristo ha recibido la potestad. Es el Ministro de Jesucristo y ocupa el lugar del Salvador. Ofrece, pues, el Sacrificio por la acción y el ministerio ajenos a su persona. Lo ofrece sin que tenga verdadera necesidad de los asistentes.
LA PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES
Los fieles no son estrictamente los ministros del Sacrificio. Si alguna vez se los llama ministros oferentes del Sacrificio, es hablando en sentido lato, ya que no lo ofrecen por sí mismos, sino por el Ministerio del Sacerdote, si unen su intención con la del Celebrante; de lo cual concluyo, que la mejor manera de oír la Santa Misa es unirse al Sacerdote en todo lo que él reza, y seguirle, en cuanto sea posible, en todas sus acciones, y procurar encenderse en los más vivos sentimientos de amor y agradecimiento: éste es el método más recomendable.
En el Santo Sacrificio de la Misa podemos distinguir tres partes: la primera comprende desde el principio hasta el Ofertorio; la segunda, desde el Ofertorio hasta la Consagración; la tercera, desde la Consagración hasta el fin. Debo advertiros que, si nos distrajésemos voluntariamente durante una de estas tres partes, pecaríamos mortalmente; lo cual debe inducirnos a tomar la precaución de evitar que nuestro espíritu divague fijándose en cosas ajenas al Santo Sacrificio de la Misa.
Digo que, desde el comienzo hasta el Ofertorio, hemos de portarnos como penitentes penetrados del más vivo dolor de los pecados. Desde el Ofertorio hasta la Consagración debemos de portarnos como ministros que van a ofrecer Jesucristo a Dios Padre, y sacrificarle todo cuanto somos: esto es, ofrecerle nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestros bienes, nuestra vida y hasta nuestra eternidad. Desde la Consagración, hemos de considerarnos como personas que han de participar del Cuerpo adorable y de la Sangre Preciosa de Jesucristo y, por consiguiente, hemos de poner todo nuestro esfuerzo en hacernos dignos de tanta dicha.
Para que lo comprendáis mejor, voy a proponeros tres ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, los cuales os mostrarán la manera cómo habéis de oír la Santa Misa: es decir, en qué cosas debéis ocuparos en aquellos momentos tan preciosos para quien acierta a comprender todo su valor. El primero es el del publicano, y en el cual aprenderéis lo que debéis hacer al principio de la Santa Misa. El segundo es el del buen ladrón, que os enseñará cómo debéis portaros durante la Consagración. El tercero es el del centurión, que os dará la norma para el tiempo de la Comunión.
Hemos dicho, primeramente, que el publicano nos enseña el comportamiento que hemos de observar al comienzo de la Santa Misa, acto tan agradable a Dios y tan poderoso para conseguir toda suerte de gracias. No hemos de esperar, pues, para prepararnos, haber entrado ya en la iglesia. Un buen Cristiano comienza ya a prepararse al abandonar el lecho, haciendo que su espíritu no se ocupe en otra cosa que en lo que se relaciona con tan alta ceremonia. Hemos de representarnos a Jesucristo en el Huerto de los Olivos, prosternado, con la Faz en tierra, preparándose al sangriento Sacrificio, del cual va a ser Víctima en el Calvario; así como hemos de tener también presente la grandeza de su caridad, que llegó hasta a decidirle a aceptar para sí el castigo que debíamos nosotros sufrir por toda una eternidad. En los primeros tiempos de la Iglesia, todos los Cristianos iban a Misa en ayunas (porque acostumbraban a comulgar en la Misa).
Conviene que, durante la madrugada, impidáis que vuestro espíritu se ocupe en negocios temporales, teniendo presente que, después de haber trabajado toda la semana para vuestro cuerpo, es muy justo que concedáis este día a los negocios del alma y a pedir a Dios la remisión de vuestros pecados. Al ir a la iglesia, procurad no conversar con nadie; pensad que seguís a Jesucristo llevando la Cruz hacia el Calvario, donde va a morir para salvarnos. Antes de la Santa Misa, debemos destinar unos instantes al recogimiento, a llorar nuestros pecados y a pedir a Dios perdón de ellos, a examinar las gracias de que estamos más necesitados, a fin de pedírselas durante la Misa...
Continuará...
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