Para vivir la Santidad sin ficción y como Dios quiere, me es imprescindible hacer penitencia y vivir Vida Interior y de recogimiento; he de ser mortificado y recogido. La perfección de la penitencia está en aceptar todas las disposiciones de Dios con amor perfecto, en unir mi voluntad a la Divina. Sin amor podré abrazar el dolor, podré sufrir, pero no hacer penitencia ni seré mortificado. Lo esencial de la penitencia está en el ofrecimiento o aceptación por amor y en la intensidad de mi amor a Dios y perfecta unión de mi voluntad con la Divina; según sean éstos, será mi penitencia.
Uniendo mi voluntad a la de Dios no perderé mi personalidad, sino que la perfeccionaré, la sobrenaturalizaré y formaré en mí el carácter de virtud y veré que mis obras están llenas de amor de Dios. Un fin muy principal de mi entrada en la Vida Religiosa fue retirarme del mundo, renunciar a mis gustos y a las comodidades que pudiera tener y, dejando lo mundano, negarme a mí mismo, trabajando por hacer desaparecer mi amor propio. La Vida Religiosa encierra necesariamente el concepto de renunciarse a sí mismo para entregarse a Dios; es de sacrificio y mortificación para vivir una más perfecta Vida Interior en Dios.
Jesucristo me dijo, como a todos los que quieran seguirle, que he de hacer penitencia, aunque repugne a mi natural; que he de mortificarme. Y para que el edificio de mi Santidad vaya seguro y sólido he de empezar mi mortificación por quitar mi desordenado amor propio, por negarme a mí mismo y en lugar del amor propio poner el amor de Dios, o sea, ofrecerme de tal manera que Dios tome total posesión de mí y haga que mi voluntad en todo se una con la Suya.
En muchas ocasiones sé qué mortificaciones y penitencias debería escoger para mayor provecho de mi alma, más seguridad mía y mayor agrado del Señor. En otras muchas no sabría, como dudaba de sí mismo el Santo Juan de Ávila, a pesar de lo santo que era y la rectitud de intención que solía tener; por esto envidiaba él santamente a los Religiosos. Al abrazar mi Vida Religiosa lo primero que ofrecí fue la renuncia de mi amor propio, ofreciéndome a Dios en la obediencia.
En la obediencia abracé la mortificación de todo mi ser: de mi alma y de mi cuerpo, de mis potencias y de mis sentidos, sabiendo que de este modo hacía ciertamente la Voluntad de Dios mismo, quien había dispuesto las leyes que profesaba y era Dios mismo, quien mandaba en mis Superiores, porque el que manda se podrá equivocar, el que obedece nunca se equivoca.
Al entrar en el Convento abracé la penitencia de la observancia religiosa que encierra todo esto; si hoy no lo cumpliera no sería fiel a Dios ni a mi promesa y me saldría del camino seguro que lleva a Dios. Si no lo cumpliera con todo el primor y delicadeza, no amaría a Dios ni con todo mi amor ni con todas mis fuerzas. En verdad los Religiosos que viven su vida perfectamente son las almas más Santas del mundo y las más provechosas a la Iglesia y al bien del prójimo.
Padre Valentín de San José, Carmelita Descalzo
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