...tan excelsa dignidad exige de los Sacerdotes que con fidelidad suma correspondan a su altísimo Oficio. Destinados a procurar la Gloria de Dios en la tierra, a alimentar y aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, es necesario absolutamente que sobresalgan de tal modo por la santidad de sus costumbres, que por su medio se difunda por todas partes «el buen aroma de Cristo» (2 Carta a los Corintios, cap. 1, vers. 15).
...necesario es que siga e imite a Aquel que, durante Su Vida terrenal, tuvo como fin supremo el manifestar Su ardentísimo Amor al Padre y hacer Partícipes a los hombres de los infinitos tesoros de Su Corazón.
El principal impulso que debe mover al espíritu sacerdotal es el de unirse íntimamente con el Divino Redentor, el aceptar íntegra y dócilmente los Mandatos de la Doctrina Cristiana, y el de llevarlos a la práctica, en todos los momentos de su vida, con tal diligencia que la Fe sea la guía de su conducta y ésta, en cierto modo, refleje el esplendor de la Fe.
Guiado por el esplendor de esta virtud, siempre tenga fija su mirada en Cristo; siga con toda diligencia Sus Mandatos, Sus actos y Sus ejemplos; y hállese plenamente convencido de que no le basta cumplir aquellos deberes a que vienen obligados los simples fieles, sino que ha de tender cada vez más y más hacia aquella Santidad que la excelsa dignidad sacerdotal exige, según manda la Iglesia: «El Clérigo debe llevar vida más santa que los seglares y servir a éstos de ejemplo en la virtud y en la rectitud de las obras» (CIC, can. 124).
La Vida Sacerdotal, del mismo modo que se deriva de Cristo, debe toda y siempre dirigirse a El. Cristo es el Verbo de Dios, que no desdeñó tomar la naturaleza humana, que vivió Su Vida terrenal para cumplir la Voluntad del Eterno Padre, que difundió en torno a sí el aroma del lirio, que vivió en la pobreza, «que pasó haciendo el bien y sanando a todos»(Hechos de los Apóstoles, cap. 10, vers. 38); que, en fin, se inmoló como Hostia por la salvación de los hermanos.
La actividad del Sacerdote se ejercita en todo cuanto al orden de la vida sobrenatural se refiere, pues le corresponde fomentar el crecimiento de la misma y comunicarla al Cuerpo Místico de Cristo. Por ello ha de renunciar a todas las ocupaciones «que son del mundo», cuidarse tan sólo de «las que son de Dios» (1Carta a los Corintios, cap. 7, vers. 32, 33). Y porque ha de estar libre de las solicitudes del mundo y consagrado por completo al divino servicio, la Iglesia instituyó la ley del celibato, para que cada vez se pusiera más de relieve, ante todos, que el sacerdote es ministro de Dios y padre de las almas.
Mas para conservar con todo cuidado y en toda su integridad esta castidad sacerdotal, cual tesoro de valor inestimable, necesario es de todo punto atenerse con toda fidelidad a aquella exhortación del Príncipe de los Apóstoles, que todos los días repetimos a la hora de Completas: «Sed sobrios y vigilad» (1 Carta de San Pedro, cap. 5, vers. 8).
Hasta el hábito mismo que lleváis os advierte, que no debéis vivir para el mundo, sino para Dios. Empeñaos, pues, con ardor y valentía, confiando en la protección de la Virgen Madre de Dios, en conservaros cada día «nítidos, limpios, puros, castos, como conviene a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (Del Pontifical Romano en la Ordenación del Diácono)
Como toda la vida del Salvador fue ordenada al Sacrificio de Sí mismo, así también la vida del Sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con Él, por Él y en Él un aceptable sacrificio.
En efecto, la oferta que el Señor hizo en el Calvario no fue sólo la inmolación de Su propio Cuerpo; pues El se ofreció a Sí mismo, Hostia de Expiación, como Cabeza de la Humanidad, y por eso, al encomendar su espíritu en las manos del Padre, se encomendó a Sí mismo a Dios como hombre, para recomendar todos los hombres a Dios.
Lo mismo ocurre en el Sacrificio Eucarístico, que es renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz: pues, en él, Cristo se ofrece a Sí mismo al Padre por Su gloria y por nuestra salud. Mas, como quiera que Él, Sacerdote y Víctima, obra como Cabeza de la Iglesia, se ofrece e inmola, no solamente a Sí mismo, sino también a todos los Fieles, y en cierto modo a todos los hombres...
Extractos de la Carta Encíclica Menti Nostrae, 23 de Septiembre de 1950
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