San Luis María Grignion de Montfor nació en Montfort-la-Canne, Francia, en 1673. De familia pobre, le faltaron los recursos para costear los estudios necesarios del sacerdocio, al que aspiraba desde niño. Se dirigió a París, donde ejerció el oficio de velar cadáveres en la Parroquia de San Sulpicio ciertas noches de la semana, para pagar su pensión en el Seminario. Después de un curso brillante, fue ordenado sacerdote en 1700.
Dadas las dificultades surgidas en su apostolado en Francia, y movido por el deseo de anunciar el Evangelio a los gentiles, San Luis María se dirigió a Roma para pedir una directriz al Papa Clemente XI. Este determinó que volviese a su Patria, a fin de dedicarse a predicar a la población católica necesitada de catequesis y edificación. Entregándose enteramente a esa actividad durante los diez años que aún vivió, el Santo insistía particularmente en la renuncia a la sensualidad y al mundanismo, en el amor a la mortificación y a la Cruz, en la devoción filial a Nuestra Señora. Como terciario dominico que era, difundió ampliamente el Rosario.
Víctima de los ataques furibundos de los calvinistas y de los jansenistas, fue objeto de severas medidas por parte de un número no pequeño de obispos franceses, que no le querían como misionero en sus diócesis.
La muerte le llegó en 1716, cuando contaba apenas con 43 años de edad. Fundó dos congregaciones religiosas, la Compañía de María y las Hijas de la Sabiduría. Entre sus escritos, se destaca el "Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen", una de las más altas obras de mariología en todos los tiempos y tal vez la más alta de ellas. Este libro admirable fue dejado por él en manuscrito y desapareció misteriosamente después de su muerte, reapareciendo de manera providencial en nuestros tiempos. León XIII lo beatificó en 1888. Pío XII, lo inscribió en el Catálogo de los Santos.
El culmen de nuestra perfección consiste en hacernos conformes a Jesucristo, unidos consagrados a él. Por consiguiente, la mejor devoción es sin duda la que de un modo perfecto nos hace conformes a Jesucristo y nos une y consagra a él. Si tenemos en cuenta que María es, entre todas las criaturas, la más plenamente conforme a su Hijo, está claro que, entre todas las devociones, la que mejor consagra y hace conforme el alma a nuestro Señor es la devoción a la Santísima Virgen, y cuanto más un alma esté consagrada a María, tanto más lo estará a Jesucristo.
Por tanto, la consagración perfecta a Jesucristo no es otra cosa que la total y plena consagración de sí mismo a la Santísima Virgen; ésta es la devoción que yo enseño. Esta forma de devoción puede llamarse con toda razón la perfecta renovación de los votos o promesas del santo bautismo, ya que en ella el creyente se entrega todo a él a la Santísima Virgen, de manera que, por medio de María, pertenece totalmente a Cristo.
De ello resulta que uno se consagra simultáneamente a la Santísima Virgen y a Jesucristo; a la Santísima Virgen, ya que ella es el camino más adecuado que el mismo Jesús escogió para empezar su unión con nosotros y la nuestra con él; a Jesús, el Señor, ya que él es nuestro fin último, a quien debemos todo lo que somos, puesto que es nuestro Redentor y nuestro Dios."
EL SECRETO DE MARÍA
San Luis María Grignión de Montfort
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