Cuánto debe gozar el corazón del Sacerdote en vivir sólo para dar a Jesús y darse con Él a las almas. Por la Consagración Sacerdotal el Sacerdote ha dejado místicamente de ser un hombre para empezar a ser Jesús. Una especie de transustanciación se ha operado en él: las apariencias son del hombre, la sustancia es de Jesús. Tiene lengua, ojos, manos, pies, corazón como los demás hombres; pero, desde que ha sido consagrado, todos esos órganos e instrumentos no son del hombre sino de Jesús...
¡Con qué gusto habla un Sacerdote del Sagrario!, del Sagrario en que vive el Jesús que lo ha hecho su consagrante, su repartidor, su guardián, su vecino, su confidente, su.... inseparable. ¡El Sacerdote y el Sagrario! ¡Dios mío! ¡Lo que da que decir y que pensar y que amar y que agradecer y derretirse la unión de esas dos palabras! ¡Porque pensar que con valer tanto el Sagrario, la divina largueza lo ha unido tan estrechamente al Sacerdocio, que sin uno no puede existir el otro...!
Sin Sacerdocio no hay Sagrario. ¡Qué alegría inunda mi alma de Sacerdote al ver mi vida tan entrelazada, por así decirlo, con la existencia del Sagrario!
¿Qué le importa a un Sacerdote no ceñir a sus sienes coronas de conquistador, de héroe, de sabio o de otras grandezas de aquí de la tierra, si puede saborear ante el Cielo y ante la tierra el gusto inacabable de esa palabra... soy el hombre del Sagrario?
Por eso, para la lengua y la pluma de un Sacerdote no hay tema de conversación ni más delicioso ni más propio, ni más interesante, que el hablar del Sagrario. Tanto más, cuando ese Sagrario de sus amores y que se ha instituido para ser conocido, amado y frecuentado, padece desconocimientos y abandonos inconcebibles, no solo por parte de los que viven lejos de Él, sino de los que viven o debieran vivir cerca, muy cerquita...
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