"Si alguno viene a Mí,
y no odia a su padre, a su madre,
y esposa e hijos y hermanos
y aun también su propia vida,
no puede ser Mi discípulo"
(Evangelio de San Lucas, cap. 14, vers. 26)
La radicalidad evangélica nos exige vivir en este mundo como si no perteneciéramos a él.
El Santo Odio es precisamente eso: detestar todo aquello que nos aparta del Amor de Dios, que nos limita o impide cumplir Su Voluntad en nosotros. Lejos de ser un sentimiento negativo, el odio por el mundo, por el pecado, es una virtud propia de almas predispuestas a la santidad, que rechazan los efímeros afectos humanos para reservar todo su corazón a Dios mismo.
En no pocas ocasiones, la familia, los padres, hermanos... no resultan ser todo lo bueno que a nosotros nos gustaría; hay veces que nos sentimos mal, raros, apartados, por no compartir con ellos valores, ideas o puntos de vista, cuestiones graves, que nos sitúan en orillas muy diferentes y que a menudo hacen que surjan distancias insalvables y hasta enfrentamientos.
Como Cristianos, debemos seguir el ejemplo claro de Nuestro Señor, que pese a vivir sujeto a María y a José, aún siendo un niño, permaneció tres días en el Templo, discutiendo con los Doctores, mientras sus padres, con dolor y casi exhaustos, le buscaban... y al dar con el Divino Niño, José y María le reclaman, casi le regañan, pero Jesús, con tranquilidad les dice "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en la Casa de Mi Padre?" (Evangelio de San Lucas, cap. 2, vers. 49)
Alcanzada la madurez, al inicio de Su Predicación, Jesús recuerda a la Virgen -ya viuda de San José- que su verdadera familia la forma "todo aquel que hace la Voluntad de Mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre..." (Evangelio de San Mateo, cap. 12, vers. 50)
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